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Arte y Oficio / Raúl Alonso

Entre todos los oficios, es sin duda el de pintor el más sobresaliente, porque ofrece la posibilidad de crear una realidad distinta, un mundo diferente, existente únicamente en el interior de la mujer o el hombre que desarrolla esta destreza. Me detengo conscientemente en la palabra “oficio” porque hace tiempo que muchos artistas se alejaron de este concepto, algo que no es imperativo, ni baladí. ¿Hacia dónde se mueve la pintura en el siglo XXI? ¿Acaso la intuición ha desplazado a la destreza? Hago una invitación a adentrarnos en la obra de Oscar Villalón, para intentar responder, mediante los lienzos de este artista, a alguna de estas cuestiones.

Conocí a Oscar Villalón hace muchos años, cuando nuestros caminos se juntaron en plena alcarria madrileña, tierras de viñedos y olivos, de piedras y maderas, de sueños y utopías. Desde muy pronto me enamoré de la pintura de este -entonces- joven artista, recién llegado de Santiago de Chile, que me mostraba incansablemente sus obras, acompañadas de entusiasmo, pero también de reflexión, base teórica y profundo conocimiento de las técnicas pictóricas. De aquella etapa, eminentemente “rural”, me quedo con sus apuntes, los bodegones y naturalezas muertas y fundamentalmente con la serie de retratos que realizó a todos aquellos que de algún modo nos fuimos cruzando en su vida. La serie que realizó a la joven Kasia fue especialmente brillante, de aquellas sesiones surgió Libertango, Tacones o Contrastes, obras que giraban en torno a la potente efigie de la modelo.

 

Pero sin ninguna duda, fue con El Cronista, con el que alcanzó sus máximos logros. La oportunidad que me brindó Villalón de participar en esa obra, prestando mi humilde imagen, me hizo adentrarme en el proceso creativo del artista y en su modo concienzudo de trabajar; profundo estudio de la composición, largas series de documentación fotográfica, interminables sesiones de posado y posteriores pases de detalles al natural. Por momentos consiguió transportarme a varios siglos atrás, al estudio de cualquiera de los grandes maestros por los que pasaban multitud de personajes para posar ante los pinceles del artista. Oficio de pintor y esencia clásica, pero a la vez rotunda e indudable contemporaneidad. El resultado fue brillante, un lienzo fabuloso, complementado por una serie, igualmente destacada de estudios, bocetos y apuntes para la obra final. Pero ahí no acababa el trabajo de Villalón, durante los años posteriores, el artista, quizá fruto de sus propios pentimenti, acudía nuevamente al lienzo para retocar o modificar pequeños detalles, apenas un par de pinceladas que servían para reconciliar al objeto y al sujeto.

 

Villalón no ha sido nunca un artista que haya escondido sus referencias. Su museo imaginario siempre ha sido notorio. Qué deidades aparecen en su Olimpo, a quiénes acude en los momentos de duda e incertidumbre, qué monografías o fuentes literarias tiene a mano. En ese sentido, en 2003 acude a Borges y con el bonaerense como pretexto, va abordando una obra compleja, de grandes dimensiones, cargada de matices y detalles, una pieza que refleja un momento y un espacio concreto, se trata de Las dos caras de Aleph. Este gran lienzo, refleja como ningún otro el mundo de certezas e incertidumbres que rodea el proceso creativo de un artista. La obra comparte imaginario con El Cronista, incluso éste aparece en el fondo del lienzo. Largas jornadas de posado directo, estudio concienzudo y pormenorizado de detalles, luces, ambientes y perspectivas. Finalmente el destino deja apartada la obra, quizá destruida u olvidada, como una muesca en el calendario, una herida abierta en el diario.

 

Con más de una década de diferencia, Villalón vuelve a la obra, retoma el concepto, pero ya nada volverá a ser igual. El pretexto borgiano quedó atrás y el contexto será diferente, pero la reflexión, la misma. El lienzo se metamorfosea a sí mismo y reaparece como Las Magdalenas. En lo formal se carga de brillantez, transmite fuerza y energía. Los detalles se rebelan y aparecen nuevos iconos que conviven con viejos referentes. Un cigarro, coronando una larga boquilla, emite un fino hilo de humo que envuelve el ambiente, creando un aire espeso y cargado. Las dos mujeres que sostienen la composición retan al espectador con más descaro, te interpelan, cuestionan tu posicionamiento. La obra obliga a tomar postura, ya no valen las medias tintas, estás conmigo o contra mí, parecen indicar las protagonistas. Un pequeño reloj de faltriquera, anudado al dedo índice de una de las mujeres, nos recuerda el paso del tiempo, acaso se convierte en el fundamento de la obra, ese tiempo que todo lo marca y que todo lo condiciona. A la vez, no resulta casual que ese pequeño elemento sea de oro, el material que se asocia al materialismo, la vanidad y la arrogancia, pero también a la permanencia y la fidelidad. Como afirmaba Francisco de Goya, “el tiempo también pinta” y nunca mejor que en este lienzo, ese axioma se hace presente, el tiempo ha pintado, el círculo se ha cerrado y las cuestiones han quedado respondidas.

 

No sería justo detenernos exclusivamente en dos obras dentro de la prolífica producción de Óscar Villalón. Me interesa adentrarme en su imaginario y en su geografía particular. Desde sus años en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile, hasta sus obras más recientes, la trayectoria de Villalón ha estado marcada por momentos claves que han quedado plasmados en sus lienzos. Algunas constantes aparecen recurrentemente a lo largo de toda su trayectoria, especialmente destacado es el uso del objeto como eje argumental en la obras; el objeto presente y ausente, el objeto humanizado y deshumanizado, el objeto agredido y agresor.

 

Los bodegones que realiza cuando llega a España están directamente relacionados con los ejecutados recientemente. Me quedo con dos de ambos momentos, En el olvido y Objetos II. Nuevamente el tiempo, o mejor dicho, el transcurso del tiempo, se adueña de las dos composiciones. Se trata de obras vistas como un todo consciente o inconsciente, que Villalón realiza como una suerte de eslabones de la misma cadena. El teléfono móvil, los discos, la tablet, el reproductor de diapositivas o el viejo transistor. Todos son obsoletos y a la vez actuales. El análisis meticuloso que el artista realiza de cada objeto nos permite examinarlos con atención. Cabe destacar el estudio pormenorizado que realizar de la lámpara metálica en Objetos II, aportándonos una visión del interior de la estancia en la que se desarrolla la escena, un recurso que nos remite a los maestros flamencos como Jan Van Eyck con su Matrimonio Arnolfini, a los juegos de espejos de Las Meninas de Velázquez o más recientemente a los reflejos metálicos de Richard Estes.

 

El paisaje urbano, será otro género recurrente dentro de la producción de Villalón. Fantásticas las vistas nocturnas de Amsterdam y Roma, con una luz artificial y artificiosa, que acaso recuerda a los ocasos de los maestros del XIX. Ciudades con personalidad, rincones seleccionados, jardines escondidos, el asunto sí importa. Los canales de Venecia, la luz de Aranjuez, un atardecer en Chinchón. Muy interesante resulta esa contraposición que presenta entre lo urbano y lo rural, parece que la piedra y la naturaleza se resisten a desaparecer de las obras. Me quedo con los apuntes en la Toscana, luminosos y vitales.

 

Los interiores urbanos, cargados con personajes en actitudes de claro tinte escenográfico, serán las composiciones más complejas que abordará Villalón. Embriagadores los lienzos ambientados en andenes de metro, estaciones y vagones del suburbano. Se trata de obras cargadas de matices y detalles. Se advierte una especial predilección por las superficies cromadas, brillantes y relucientes, con una luz de neón que potencia las cualidades pictóricas de los materiales. En Inicio, Parte II, añade un nuevo elemento, el movimiento, mediante la incorporación de un elemento móvil, el tren que pasa velozmente, a modo de momento congelado que nos remite nuevamente a una de las obsesiones que ya hemos advertido en la obra de Villalón: el recurrente paso del tiempo. La composición, culminada con un autorretrato que se sitúa en el punto de fuga del lienzo, resulta hábil y cargada de atrevimiento. Las reminiscencias clásicas son evidentes, marcadas por el ritmo, la simetría y una lógica cartesiana que equilibra todos los elementos.

 

Siempre me han interesado las carreteras secundarias, esos atajos mentales que nos obligan a transitar por itinerarios insospechados. Me temo que sin esos cruces de caminos, la producción de Oscar Villalón se hubiera quedado sin ese condimento que añade riqueza y emoción a sus obras. En los lienzos de Villalón se advierte el suspiro frío de la cordillera andina, el paisaje árido de los campos de Chinchón, la luz brillante de la Toscana, la respiración espesa de Roma, Madrid o Ámsterdam y fundamentalmente la atmósfera introspectiva de su taller, su hogar y sus íntimos.

 

Todos los que hemos tenido la oportunidad de participar en alguna de las obras de Oscar Villalón, somos unos privilegiados; en primer lugar por haber podido experimentar en primera persona las inquietudes, dudas y certidumbres de este hombre, pero fundamentalmente por haber apreciado la veracidad del trabajo de un artista contemporáneo, con prácticas sacadas de otro tiempo, quizá un rara avis, en este mundo de desconcierto e inmediatez.

 

No creo que la intuición haya desplazado a la destreza, estoy convencido que ambos deben convivir y lo deben hacer de un modo armónico. No puedo coincidir más con la reflexión que hizo el maestro Piet Mondrian: “El intelecto confunde la intuición”, pero creo que la razón, junto con la formación, contribuyen al desarrollo de la creatividad. Así lo veo en los lienzos del pintor Oscar Villalón, un artista que ha hecho de su oficio un Arte y de sus pinceles un placer.

Pasen y vean.

Raúl Alonso Sáez

Historiador del Arte

Coordinador de Exposiciones

Ministerio de Educación, Cultura y Deporte

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