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Realismo y Niebla / Felipe Sabatini Downey

El realismo en nuestras vidas ha sido una virtud que se suele escatimar por tantas y diversas razones que finalmente se vuelve un momento especial, al que se accede desde en medio de la niebla, como aquella noche que subimos en auto al Cajón del Maipo hasta un camino alto y remoto en que tuvimos que detenernos porque la neblina nos envolvió totalmente. Nos bajamos y no se veía más que los haces de luz de los focos prendidos del auto. De pronto distinguimos a retazos las figuras de unas vacas que traspasaban los rayos de luz creando con su fantasmagórica presencia una realidad fantástica y amenazante. Solos en medio de la noche y la densa niebla éramos parte de una maravillosa pintura intensamente realista del mundo, que se veía reducido a nuestro entorno físico más inmediato en que emergían las vacas como seres divinos o sobrenaturales.

 

Desde joven sentí una mezcla de admiración y absurdo respecto de la idea de pintar un bodegón, una tarea admirable de lograr emular a la madre naturaleza, pero, a la vez, imposible de disciplinar la inspiración creativa a los términos de la naturaleza muerta a la que no me sentía proclive. Cuando me contaste de tu convicción realista en la pintura lo pensé como una opción valiosa sin duda, pero esotérica, como la de quien se adscribe a una misteriosa cofradía. Con el tiempo comprendí que esa pintura más allá de un copia era una recreación de la realidad esencial, que me decía mucho más que las pinturas abstractas, a las que empecé a ver como esotéricas ahora. Mis propios cuadros con pastel, que tanto disfrutaba hacer, abstractos de tanto ser un subjetivismo extremo de la realidad recreada con trazos afectivos en el lapsus de unos minutos. No había ninguna intención realista en ellos, solo eran ejercicios expresionistas que se consumían en el ahora del presente.

 

En el campo de la literatura a través de los años la maduración de la percepción de la creación artística fue evolucionando, de una manera particular, al modo de una trayectoria quebrada o tal vez circular por el imperio de los hechos históricos. Este impacto de la historia en mi percepción del arte no lo experimenté respecto de la pintura, como sí en el campo de las letras. Una fuerte preferencia por el valor social de la creación literaria en los años de democracia, cede el paso a la mirada obsesiva sobre el estilo y los aspectos formales del texto, como de quién busca una cifra secreta y esotérica que explique la creación, en los tiempos de dictadura militar, que luego cesa de predominar conjuntamente con el régimen de facto, y cede el paso a la progresiva y constante preferencia nuevamente por la valoración de la literatura como especial arte social.

 

Por otra parte, en el curso de los años del siglo XX la percepción de la literatura estuvo captada por los sucesivos desarrollos del naturalismo, del impresionismo, del expresionismo y el surrealismo que trajeron las vanguardias, los que si bien por una parte enriquecían con nuevos matices la representación de la realidad, incorporando alternativamente nuevas dimensiones de ésta, por otra parte la vaciaban de contenido, pues la circunscribían a lo subjetivo. De este modo, en la literatura se escatimó el realismo, paradójicamente, pues se esgrimía la necesidad de representar la realidad tal como esta se presenta en la inmediatez del presente a los escritores y sus personajes.

 

Finalmente, así como logré comprenderlo tras mis ejercicios de pintura con pastel, también lo comprendí respecto de la literatura: en la inmediatez el pensamiento se vuelve abstracto y se consume en parte en la superficie de la percepción contemporánea. La realidad de la vida se representa en una visión surrealista como un juego en que se correlacionan la dimensión objetiva y las dimensiones de los sueños, del subconsciente y del azar, por ejemplo, en la novela Rayuela de Cortázar. O bien, el realismo se vuelve mágico al impregnarse de la sugestiva sensibilidad pre moderna de los pueblos americanos en la novela Cien años de soledad de García Márquez. O bien, el realismo se vuelve impugnación de la aculturación y opción por una realidad representada desde el punto de vista de la cosmovisión indígena americana en la escritura del diario y novela El zorro de arriba y el zorro de abajo de José María Arguedas.

 

Hoy puedo, más allá de las influencias de las sensibilidades contemporáneas, valorar el realismo en el arte, como esfuerzo virtuoso de representar “la inmediatez de la vida, pero como una superficie plasmada de la vida en toda sus determinaciones esenciales” (Lukács), no sólo como elemento subjetivamente percibido, sino como una totalidad que es permanente en el tiempo. Ese arte que logra plasmar una imagen de la vida categórica, rotunda, absoluta en el tiempo, impactante, como lo fue esa noche en el Cajón del Maipo la imagen de las vacas que emergían divinas y absolutas desde la nada de la densa niebla.

Felipe Sabatini Downey

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